¿Charlie Kirk merecía morir?
Esa fue la primera pregunta que me vino a la mente cuando leí la noticia de su muerte. Kirk, fundador de Turning Point USA, fue un activista conservador que defendía con vehemencia ideas que dividían: minimizaba el racismo sistémico, rechazaba los derechos de las personas LGBTQ+, criticaba la inmigración y usaba un discurso que muchos consideran una versión moderna de la teoría de la “gran sustitución”.
Al enterarme de su asesinato, sentí una mezcla de emociones contradictorias. Parte de mí experimentó alivio: un hombre que, a mi juicio, difundía odio y desprecio hacia ciertos grupos ya no podría seguir haciéndolo. Pero inmediatamente después me invadió la culpa. ¿Cómo podía sentir alivio por la muerte de alguien, aunque sus ideas fueran tan dañinas para otros?
Ahí comenzó mi disyuntiva.
Por un lado, creo que toda vida tiene valor y que la violencia nunca debe ser la respuesta. Nadie debería morir por lo que piensa o dice, por radical que sea su discurso. Incluso alguien como Charlie Kirk tenía derecho a vivir, a equivocarse, a cambiar de opinión.
Por otro lado, no puedo ignorar el daño que su mensaje causaba. Sus palabras eran especialmente duras hacia quienes en Estados Unidos eran negros, latinos o parte de la comunidad LGBTQ+. Para quienes pertenecen a estas comunidades, su voz era un recordatorio constante de que había gente que los consideraba menos humanos. No sé si su desprecio alcanzaba a personas de otros países o culturas, como europeos o asiáticos, pero sí sé que el efecto de su mensaje fue real y doloroso para muchos.
Además, me pregunto si su muerte lo convertirá en mártir. ¿Fortalecerá su mensaje entre quienes ya lo seguían, o incluso atraerá nuevos seguidores, dentro y fuera de Estados Unidos? No puedo predecirlo. Lo único que puedo controlar es mi reacción: no celebrando su muerte, sino reflexionando sobre cómo puedo actuar de manera distinta a la violencia que él propagaba.
Este conflicto me recordó algo que valoro profundamente: la escucha activa.
La escucha activa no es pasiva ni pasarse por alto. No es quedarse callado. Es prestar atención real al otro, aunque lo que diga duela o moleste. Escuchar para entender, no solo para responder. Cuando de verdad escuchamos, incluso a quien piensa distinto, podemos descubrir qué miedos, dolores o resentimientos impulsan sus palabras.
No se trata de justificar el odio. Se trata de romper el ciclo en el que la violencia genera más violencia. Tal vez, si más personas —incluido yo mismo— practicáramos la escucha sincera y la empatía, podríamos evitar que el dolor se transforme en discursos que hieren y dividen.
No tengo todas las respuestas. No sé si mi alivio es justo o si debería sentir solo tristeza. Lo único que sé es que puedo elegir no celebrar la muerte de nadie. En su lugar, puedo comprometerme a construir espacios donde la escucha sincera, la empatía y la comprensión sean la base para el cambio.
¿Charlie Kirk merecía morir?










